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Historia

En las noches de luna llena, cuando las sombras se alargan sobre las calles empedradas de Quito, algo inquietante ocurre en la Catedral. El gallo dorado que adorna la torre principal no es solo un adorno. Según la leyenda, baja del campanario, sus plumas brillando con un resplandor sobrenatural, buscando cumplir una terrible venganza.

Hace años, Don Ramón Ayala, un hombre acaudalado y arrogante, desafió al gallo. Borracho y altivo, se burló de la figura dorada que lo miraba desde lo alto de la catedral. Esa misma noche, el gallo le habló, su voz grave y amenazante:

Si vuelves a probar el alcohol, vendré por ti.

Durante años, Don Ramón evitó la bebida, temiendo que la advertencia se hiciera realidad. Pero, una noche fatídica, rodeado de viejos amigos, cayó en la tentación. El gallo volvió esa misma noche, caminando con pasos resonantes por las calles, hasta que sus ojos brillantes encontraron a Don Ramón. A la mañana siguiente, Don Ramón desapareció, y nadie lo vio jamás.

El terror del gallo dorado

Años después de la desaparición de Don Ramón, comenzaron a circular rumores. Algunos afirmaban haber visto una figura pequeña y brillante pasearse en las noches por los alrededores de la catedral. Lo describían como un gallo cuyas plumas doradas emitían un brillo inquietante bajo la luz de la luna.

Aquellos que tuvieron la desgracia de escuchar su canto, un sonido desgarrador que helaba la sangre, contaban que una extraña sensación se apoderaba de ellos. El gallo no era un simple animal. Se movía entre las sombras, con ojos que brillaban en la oscuridad, buscando a su próxima víctima.

Eduardo, un guardia nocturno de la catedral, fue uno de los desafortunados. Una noche, mientras patrullaba los pasillos en lo alto de la catedral, escuchó el sonido metálico de pasos, pero no eran de humanos. Al girarse, vio una figura dorada que descendía las escaleras. El gallo lo observaba con unos ojos malévolos, su canto resonando como un grito del más allá.

Desde aquella noche, Eduardo nunca volvió a ser el mismo. Sus compañeros lo encontraron a la mañana siguiente, paralizado, su rostro desfigurado por el miedo. Las pocas palabras que logró pronunciar antes de morir lo decían todo: «El gallo… me encontró».